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LAS ESFERAS DEL HOMO URBANICUS

Vamos entonces, tú y yo, / cuando el atardecer se extiende contra el cielo / como un paciente anestesiado sobre una mesa; /
vamos, por ciertas calles medio abandonadas, / los mascullantes retiros / de noches inquietas en baratos hoteles de una noche /
y restaurantes con serrín y conchas de ostras: / calles que siguen como una aburrida discusión / con intención insidiosa /
de llevarnos a una pregunta abrumadora… / Ah, no preguntes "¿Qué es eso?" / Vamos a hacer nuestra visita.

(T.S. Eliot: La canción de amor de J. Alfred Prufrock. Traducción de José María Valverde)


Una gran mayoría de los que lean estas líneas viven en un entorno urbano. La ciudad se ha convertido en nuestro espacio de desarrollo y de expresión. Y lo asumimos con la naturalidad de lo que hemos palpado desde la cuna.

Sin embargo, hace ya casi dos siglos, con el nacimiento de la fotografía, el contexto era completamente distinto, donde el espacio rural era lo predominante. Lo que hoy supone de cotidiano salir a la calle, entonces lo era salir al campo.

Lewis Carroll (1832-1898), que prácticamente nace con la fotografía debajo del brazo, escribe en 1860 A Photographer’s Day Out (Una excursión fotográfica, editado en España por Hiperión en 1983). La acción se desarrolla durante una jornada en el campo. Relata las jocosas aventuras de un fotógrafo al que sólo le interesa retratar a mujeres que se llamen Amelia.

Años después, hacia finales de siglo, Eugène Atget (1857-1927), convertido en fotógrafo ambulante por las calles de París, se dedica a recopilar un inconmensurable testimonio realista de la ciudad y sus habitantes. Y continua esa labor a lo largo de toda su vida hasta su muerte en la miseria.