© Guillermo Labarca.

Cada fotografía puede ser reproducidas innumerables veces, ya sea a partir de un negativo o de un archivo digital. Esto ofreció, desde que comenzó a existir, la posibilidad de ser un arte accesible y cada vez más al alcance de cualquiera que quisiera poseer una imagen. Sin embargo fue cooptada por el mundo del “arte” instalándose en museos y galerías, evaluándose con los criterios de otras artes visuales, como la pintura por ejemplo, tornándose, entonces, en productos únicos, exclusivos y, sobre todo, excluyentes. Es la misma historia que tiene el grabado, con grandes posibilidades de reproducción , por lo tanto de difusión amplia y consiguientemente de acceso democrático, pero se ha encerrado en ediciones limitadas, distribuido en instituciones elitistas y, a menudo, acompañado de textos oscuros, comprensibles sólo por los iniciados.

Esta es una contradicción, o mejor aún es una oportunidad desaprovechada, especialmente si consideramos que el arte, el docto o el aplicado, es, entre otras cosas, un medio para conocer en el que intervienen las emociones. Al encerrar las fotografías en ambientes exclusivos y separarlas de las personas les estamos quitando esa potencialidad al transformarlas en objetos cuyo precio es más relevante que lo que están comunicando y que no suscita más emoción que el deseo de poseerlas.

Asunto aún más preocupante si postulamos que estas imágenes deberían suscitar en nosotros emociones generadoras de acción que, como dice Susan Sontag “nos hacen reivindicar la recuperación de una mirada sensible, encarnada, de reconocimiento del otro como parte de un nosotros.” Situándonos así en la acera opuesta de aquella que habitan quienes optan por el individualismo que no busca más que admiración por poseer esas imágenes. Nada más difícil que generar desde ahí un sentimiento de pertenecer a la misma humanidad, caracterizada por la vulnerabilidad y por ende necesitada de construir conjuntamente un mundo habitable, liberándonos así del miedo y de las doctrinas de la seguridad.