DESIERTO INTERIOR: sueños movedizos

Fotos: © Álvaro Sánchez Montañés

Texto: © Ciro Arbós

  • El fin de la Primera Guerra Mundial supuso el cese de la explotación de las minas de Kolmannskuppe, en el desierto de Namibia, que habían sido, durante más de dos décadas, uno de los asentamientos más florecientes del África meridional. En aquel tiempo de esplendor, los colonos alemanes que administraban las minas construyeron peculiares residencias evocando las de su Baviera natal, tanto en la forma arquitectónica como en la decoración. El cierre y la marcha de los habitantes llevaron a Kolmanskuppe a convertirse en una ciudad fantasma engullida por la arena. En la serie Indoor desert, Álvaro Sánchez-Montañés se adentra en esas casas abandonadas al desierto para descubrirnos el hechizo sereno que habita sus estancias.

    Hay en estas imágenes una elocuencia inmediata que hace prescindible toda referencia histórica. Los interiores retratados constituyen un universo propio ajeno al exterior y su contexto; podríamos estar en cualquier lugar –desértico- del planeta. O tal vez en ninguno: cuesta creer que tan alucinante paraje se sitúe en un mapa que no sea el de los sueños. En todo caso, aunque exista físicamente, la mirada del artista nos señala el tránsito entre ambos mundos, el paso del testimonio fotográfico a la captación personal y sensible de lo fantasmagórico.

    Al margen de la impresión estética, a la que resulta difícil sobreponerse para verbalizar lo que se está contemplando, puede definirse un tema, un motivo evidente: la relación entre civilización y naturaleza. Si el estado de abandono de las casas sugiere la decadencia de la primera y el triunfo de la segunda, que impone su empuje, el sosiego reinante revela un diálogo singularmente armonioso. La naturaleza no se muestra devastadora, brutal; se diría más bien que ha procedido a una reapropiación suave de sus dominios, respetando lo que de hermoso dejaron los humanos. En el armisticio, las dos fuerzas se compenetran para ofrecernos un espectáculo majestuoso.

    El efecto de ensoñación predominante nace de la combinación imposible de elementos. Los encuadres del autor se superponen a los que proporcionan marcos y cenefas para conformar fondos de imagen con áreas bien delimitadas. En esta composición tercia lo amorfo, las lenguas de arena que serpentean en primer plano dislocando la cómoda percepción de lo rectilíneo. Mirando más de cerca, asistimos perplejos a la inversión de esa dialéctica: en las paredes desconchadas y la madera raída aparecen figuras informes, caprichosas; y, en la masa arenosa depositada, se aprecian diseños geométricos, que son también accidentes geográficos, picos, laderas, cráteres. La naturaleza reivindica así su superioridad, por la civilizada vía de la persuasión, demostrando que nuestros conceptos estructurales los extraemos de ella, que en ella está no sólo el caos, sino también el orden.

    El juego cromático de las fotografías, con su delicado equilibrio, contribuye a afianzar la sensación de irrealidad, igual que, en un sueño, la identificación de un elemento nítido e inteligible ayuda a asimilar el desvarío, a aceptar su lógica propia. La paleta de ocres y verdes y azules cálidos empleada por los decoradores refleja e invita a imaginar los colores dominantes en el exterior, los de la arena, el cielo, el mar cercano, y los recrea en las paredes. La irrupción del desierto no desbarata la armonía de la gama, que contiene ya el matiz de la arena. El contraste necesario lo proporcionan los blancos de puertas y techos, derramados también por la parte alta de los muros; de nuevo aquí, la intervención del artista escogiendo un momento del día, una intensidad lumínica determinada, acompaña y enriquece sin estridencias la blancura, que estalla en las maderas iluminadas, se posa a capricho en ciertas superficies, o atraviesa la escena en haces de luz densos de polvo.

    El protagonismo del color y la quietud suspendida de las imágenes les confieren un aire intensamente pictórico; combinado con la sensación onírica, las primeras referencias visuales que nos vienen a la mente son las de la pintura surrealista. Una de las últimas fotografías, oscura en el lado derecho, con una pared azul sembrada de manchas blancas como nubes al fondo, una puerta que se abre al fulgor a la izquierda, y una duna picuda enana en primer plano, suscita el recuerdo casi inmediato de Magritte. Savinio, pintor metafísico italiano, tiene una serie de cuadros en los que, en un noble salón decorado con estilo semejante, extraños juguetes sobrenadan en un mar ondulado que inunda la habitación hasta media altura. En general, la aparición inesperada, inquietante, de fuerzas y seres de la naturaleza en ámbitos típicamente humanos, es una de las señas de identidad de la atmósfera propia del surrealismo.

    Borges decía que la inminencia de una revelación que no se produce es, quizás, el hecho estético. En esta serie de Álvaro Sánchez-Montañés, se percibe una absorbente sensación de inminencia, la del movimiento, como si el estatismo, por imponente y eterno que parezca, estuviera a punto de quebrarse, como si se tratara de instantáneas que congelan una intensa actividad de las cosas inertes. Las perspectivas en profundidad y las formas impresas en la arena crean un efecto dinámico en el que ésta fluye convertida en torrente, en cascada, en oleaje. Según el punto de vista escogido, unas veces seguimos su avance en tromba a través de los zaguanes hasta las salas contiguas; otras, la vemos irrumpir hacia nosotros, anegando la estancia donde nos encontramos.

    No sólo el desierto se mueve. Las puertas en distintas posiciones –de par en par, cerrada, entreabierta- y, sobre todo, la relación coordinada entre ellas, articulan una coreografía quieta pero perceptible, en la que detienen la marea arenosa, se vencen y dejan paso al flujo, o lo acompañan y distribuyen con elegancia sincronizada. La secuencia misma de la serie describe un movimiento concatenado, que comienza con una puerta casi cerrada, por cuyo resquicio pasa sin embargo la arena invitando a seguirla, y termina con una vista exterior que nos saca del sueño al mostrar una estructura maciza y gris nada reveladora del asombroso paisaje que encierran sus muros.

    Indoor desert resulta en fin un recorrido por espacios interiores ruinosos pero rebosantes de vida sensible, donde la materia prima y la materia elaborada combinan sus encantos de forma y color en un baile ilusorio cuya cadencia fija la cámara, bajo la apariencia de una belleza impasible.