Fotos y textos: © Roberto Giner
Las viejas puertas de los pueblos son más que simples entradas; son testigos silenciosos de vidas que transitan entre el adiós y el regreso, el pasado y el presente. A menudo desgastadas por el paso del tiempo, estas puertas han visto generaciones de familias irse en busca de un futuro mejor, y han recibido con su característico chirrido a aquellos que, después de años, han decidido volver.
Para quienes se marcharon, las puertas fueron la última barrera antes de adentrarse en lo desconocido. Quizás al cerrarse, contuvieron lágrimas de despedida, o tal vez un último vistazo cargado de promesas de volver. Representaban el umbral entre la seguridad del hogar y los desafíos de un mundo nuevo. Cada vez que se abrían para dejar pasar a alguien, esas puertas sabían que su madera conservaría, como un eco mudo, el dolor y la esperanza de quienes dejaban atrás lo que eran, por lo que podrían llegar a ser.
Para quienes regresaron, esas mismas puertas fueron el testimonio de un círculo completo. Al empujar con manos temblorosas la puerta que no cruzaban en años, los viajeros sentían el peso del tiempo pasado, pero también la calidez de la bienvenida implícita en ese movimiento. Si pudieran hablar, las puertas les susurrarían historias de su infancia, les recordarían los rostros y voces que alguna vez llenaron la casa, y les hablarían de las transformaciones que la ausencia ha generado. Con cada vuelta de llave, la puerta les devolvería un pedazo de la historia que dejaron atrás, devolviéndoles, aunque solo por un instante, la esencia del hogar perdido. Estas puertas son guardianas de recuerdos, de emociones entrelazadas en sus bisagras y astillas. Si pudieran hablar, narrarían las historias de valentía y nostalgia, de la tristeza de la partida y la dulce alegría del regreso. Nos recordarían que, aunque los caminos se bifurcan, siempre existe un lugar al que podemos llamar hogar, y que, al final del viaje, siempre habrá una puerta esperando para ser cruzada de nuevo.