La fiesta de la vendimia

 

   © Fotos: Pepa de Rivera, Texto: Manuel Bayo

Estaba fregando cacharros en el fregadero, junto a la puerta de la cocina, y oí un suspiro. Cuando levanté la vista, mi bisabuela me miraba parada desde el umbral de la puerta.

Hace 175 años, en 1846, se descubrió Neptuno, Allan Poe escribió su cuento “El Barril de Amontillado” y Dionisio Angulo, mi tatarabuelo, compró una finca con buen acceso desde el camino que unía Socuéllamos y Las Mesas, perfecta para la viña. Dionisio debía de ser práctico y organizado. Organizado lo creo porque llevaba minuciosa cuenta del cada día en un diario; práctico porque simplificaba todo en dos categorías, lo que debía ser anotado y lo que no lo merecía, sin más. Según se quiera ver, su diario puede mezclar asuntos que no deberían anotarse juntos, como los kilos cosechados en cada parcela, la muerte prematura de un hijo y la compra de una finca. Pero según lo entendía él, éstos eran los hechos reseñables de su vida y la línea del tiempo el criterio más sólido para unirlos. No sé más de Dionisio.

Esperanza, su hija, tenía hermanos e hijos, pero ya no tenía a su marido. Hizo entonces lo que no se le recomendaba y tomó las riendas de su vida. Levantó la quintería y la bodega en la finca que cincuenta años antes había comprado y había plantado de viñas su padre. Hizo algunas cosas como no hubieran sabido hacerla ninguno de sus hijos o de sus hermanos, probablemente tampoco su padre: quiso que lo práctico fuera estético y rodeó la quintería de preciosos jardines. De paso, probablemente también dejó claro que lo estético puede resultar muy práctico: logró así que se quisiera a esa finca como a ninguna otra y, cuando años más tarde, la mayor parte de las pequeñas bodegas de La Mancha fueron desapareciendo, mi abuelo primero y mi padre después fueron perdiendo todo, todo menos esta finca, su quintería y su bodega, todo menos Tinedo.

Mi bisabuela Esperanza murió hace muchos años, cuando no había nacido aún mi padre, por eso me sorprendió tanto verla ahí, plantada en la puerta de la cocina mientras yo fregaba. Mi padre había muerto hacía poco y era esta la primera vendimia que pasábamos sin él. El suspiro de mi bisabuela me hizo volver la mirada a los platos sucios, al agua corriendo desde el grifo, a las manos entre las burbujas de detergente, esforzándome por comprender la inopinada y fugaz visita y su reducidísimo mensaje. Para nosotros la vendimia había sido siempre una fiesta; de niños nos mezclábamos a ratos con los vendimiadores, nos gustaba ir a comer con ellos de su sartén común, por las noches a oírlos cantar y verlos bailar. Es posible que el suspiro de mi bisabuela fuese de lamento por verme aún tan despreocupado. Las madres a veces olvidan que aprender es también cuestión de tiempo. Ese año aprendimos que, por encima de la fiesta, la vendimia es la corona a un año en el que nosotros ponemos algo, la tierra la mayor parte y el clima hace de juez y sentencia. La vendimia es más que una fiesta, con ella se libera la tensión del trabajo y también de los miedos a lo peor acumulados durante un año en el campo; con la vendimia celebramos haber sido un año más parte del viñedo. Con la vendimia empezamos la magia de transformar la uva en vino.